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La doble visión de Silvia Álvarez, por Luis Felipe Noé 

Prólogo de la muestra “Paisajes Urbanos”, Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires, Argentina

El ojo del arquitecto es naturalmente un ojo constructivo. El ojo del pintor en cambio, si bien está referido también a la construcción de su propia obra está dirigido, ante todo, a su entorno. Su ojo nunca se reposa sobre la unidad de las cosas aunque lo parezca. Cuando ve algo concreto lo está viendo en su relación con lo que lo rodea. El pintor ve relaciones. Es por esto que se encuentra en la frontera entre lo figurativo de las cosas en sí mismas y abstracto que irrumpe entre ellas (particularmente por la magia simbólica de la luz y la sombra y los climas de color).

Es propio de la libertad del pintor pasear por esos campos, escoger uno más que el otro o quedarse en la frontera entre ellos. Si el arquitecto construye, el pintor desconstruye para luego, en función de los escombros sensoriales, construir su obra testimoniando aquello que cada cosa deja de ser en su interrelación con las otras a través de su propia sensibilidad. Esto es lo que justamente Hegel denomina “principio de interioridad”, el cual es –según él-la particularidad de la pintura frente a las otras artes plásticas, entre ellas la arquitectura. A este principio él lo define diciendo: “La superficie sobre la cual la pintura hace aparecer los objetos ofrece por ella misma la posibilidad de crear ambientaciones, relaciones y combinaciones de todo tipo. El color exige que a particularización de la apariencia corresponda una particularización del interior”. Esto lo lleva a sostener que el principal contenido de la pintura es la subjetividad en sí misma. Si la construcción del arquitecto objetiva la destrucción del pintor subjetiva. Pero éste, luego, al hacer su obra exterioriza la subjetivación, o sea, la objetiva.

Silvia Alvarez no es el primer caso de arquitecto que pinta. Al contrario, como muchos de sus dobles colegas, ve en las construcciones urbanas en sí mismas y en sus referencias con otras construcciones, pero lo particular de su obra pictórica reside en el testimonio de lo construido desconstruyéndose.

Si la línea gruesa negra es un instrumento fundamental para mostrar una visión constructiva en el plano, y los valores (o sea los diferentes grises que se encuentran entre el blanco y el negro) para reflejar en la superficie al volumen; el color es el factor, por el contrario, eminentemente desconstructivo por dispersante. Silvia se vale por esto mismo del color y de líneas que vecinan colores causando vibraciones visuales. O sea que cuando pinta se convierte en una anti-urbanista, por la simple razón que vivencia a la ciudad tal como es en sus propias contradicciones; subjetiva lo objetivo para en el mismo proceso objetivar esa subjetivación.

El organismo urbano, amoroso y pasional, odioso, sucio y desgastado, pero siempre vital nos es transmitido por Silvia con la distancia de la niña Alicia describiéndonos los mundos donde estuvo y paseó pero siempre colocándose fuera de ellos. Las casas de Silvia se tuercen y viven como la mano de ella describiendo en el plano lo que se supone que es inmóvil. Mano, ojo y amor al color se unen para mostrar lo viviente de esa naturaleza muerta que es una ciudad. Para ello no necesita pintar seres humanos. La humanidad reside en su testimonio.

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